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domingo, 22 de abril de 2012

Feria del libro

La conocimos en una librería de saldos, el precio promocional era tentador así que la llevamos. Su nombre resonaba, creíamos conocerla pero nunca supimos quién era hasta ese momento. 

Cada cosa tiene un instante en que ella es. Quiere adueñarse del es de la cosa. Esos instantes que resultan el aire que respiro: en fuegos de artificio estallan mundos en el espacio. Quiero poseer los átomos del tiempo (1)

Las crónicas de tapa naranja. En el colectivo, en el tren, en el subte, la llevábamos a todos lados, nos absorbía/absorbían. Pudimos haber llegado a creer que todo adquiría nuevos brillos, como palabras nuevas que recreaban la realidad circundante. Puntos de fuga se abrían hiriendo al espacio, escapábamos de una linealidad opresiva. 

Fotografío cada instante. Ahondo en las palabras como si pintara, más que un objeto, su sombra (1)

Pasamos a sus novelas, creo que no podríamos recordar con exactitud cuándo. Novelas, cuentos, fuimos bordando de a retazos una colcha de colores. Allí adentro dormíamos pero viviendo adentro y afuera de ella, en ella.

El día transcurre allá afuera porque sí y en mí hay abismos de silencio (2)

Óyeme, oye el silencio. Lo que digo nunca es lo que te digo y sí otra cosa. Capta esa cosa que se me escapa y sin embargo vivo de ella y estoy en sintonía con la brillante oscuridad. (1)

Nos interpelaba a tal punto que decidimos salir a buscar, a buscarla en nuestra actualidad. ¿En bares? ¿Huyendo de algún periodista? Quizás escondida en un departamento, escribiendo con la antigua máquina. No nos abriría la puerta, nos miraría desde adentro callada, seguiría ignorándonos. Sentiríamos el desagarro de una madre ausente, pero ella seguiría tan bella e inmutable con sus otros hijos. 

Su alejamiento nos lastimaría pero a la vez ella llegaría a nosotros por otros medios.


Te escribo para que además de la superficie íntima en que vivimos conozcas mi prolongado aullido de lobo en las montañas.
Me destilé todo: estoy limpio como el agua de lluvia.
Quintaescencia
Transfiguración (2)

Todavía teníamos un último recurso, quizás vendría a la Feria del Libro, trataríamos como sea de encontrarla en la Rural. Esta vez no nos podría ignorar, chocaríamos con ella para transmitirle nuestra admiración, se vivificaría como estatua eterna para seguir hablándonos, pero con su tonalidad particular, en un idioma que se nos había transformado en conocido. 

Mi voz cae en el abismo de tu silencio. Tú me lees en silencio. Pero en ese ilimitado campo mudo abro las alas, libre para vivir. (1)

La buscamos varios días pero se acercaba la fecha de cierre. Justo atrás de un enorme biombo divisamos un grupo de chicos en silencio, tendrían entre seis y once años, miraban hacia adelante absortos. Una luz fuerte nos impedía ver desde la distancia qué era lo que miraban así que nos acercamos olvidando de nuestro objetivo. Sin buscarla la encontrábamos, estaba allí con una voz tan dulce como punzante, alambrada. Entre los resquicios menos puntiagudos se abría toda ella, pura dulzura de orillas:


¿Ustedes están muy enojados conmigo por lo que hice? Entonces tienen que perdonarme. Yo también estaba muy enojada con mi olvido. Pero ya es muy tarde para lamentarme.
Les pido que me perdonen. De ahora en adelante nunca más me voy a distraer.
¿Me perdonan? (4)




Cita de obras de Clarice Lispector:

(1) Agua Viva
(2) Un soplo de Vida
(3) La mujer que mató a los peces

La foto  fue tomada en Nápoles (Archivo Clarice Lispector/ Archivo Museo de Literatura Brasilera/ Fundación casa de Ruí Barbosa, Río de Janeiro). Edición: María Virginia Gallo

lunes, 24 de octubre de 2011

Miran, dicen, oyen. Las voces

Todos los viernes las chicas se reúnen en el bar de Congreso, uno de los lugares que prepara el café más rico de la ciudad. Van llegando y se acomodan en dos mesas al lado del ventanal que da a calle Lavalle.

En la mesa contigua una joven lee, anota, escribe, pero a veces se le dificulta por el murmullo de las voces. No las ve, está de espaldas, pero de vez en cuando escucha algún comentario que le llama la atención y detiene la lectura. Así fue que se enteró que una prefería alejarse de la ventana: "¿Cómo? ¿No sabías? De chica una vez fui a una cama solar y me quemó la cornea, mal, re mal y de ahí en más siempre problemas con el sol, me quedó re sensible, medio que me quedo ciega sin lentes negros. No sabés los boliches, me encandilaban las luces, no veía nada. Cosas de pendeja. El invierno en las Leñas se me complica, esquiando veo muy poco". Sigue leyendo la novela de Clarice y tomando el café más barato que tiene ahí: lágrima en pocillo con mucha espuma. Además vienen unos granitos de café bañados en chocolate que son una delicia.

Hubo un viernes lluvioso que solo vinieron unas cuatro así que ese día aprovechó y volvió a sentarse al lado de la ventana, justo al lado de la muchedumbre.

El viernes pasado ese cúmulo indefinido de mujeres se le apareció con toda su crudeza. Primero fue una sonoridad indefinida aguda y chillona que se iba incrementando. Intentaba leer a Rodolfo Kusch pero entre esa horda fanática de voces algo la alcanzó con la fuerza de un grito añejo, opresivo, lleno de violencia: "¿Qué querés? Una tilinga".

Le quedó dando vuelta la frase, en la web apareció una definición: Cursi, que presume ser fino sin serlo. Bajó a comprar al supermercado y una pareja de señores mayores se indignó con la espera, el hombre dijo: "Qué cosa, éstos pibes son lentos". Lo dijo gritando, con cierta indolencia e imputabilidad que parecería ofrecerle la edad. Pero el cajero lo miró fijo y la joven lectora miró al cajero tratando de interponerse en la mirada y dándole un saludo también proletario. No se dio cuenta de que esta era la venganza, la de la tilinga, la del cajero y la de ella, una venganza tan silenciosa como ahogada la voz.