domingo, 9 de junio de 2013

Perdida



La mirada baja, la mano aferrándose a la pierna de mamá y la sensación de movimiento infinito. Me voy a caer, me voy a caer, me mareoooo. Así se volvía del centro. Se volvía desde un lugar desconocido y en un tiempo para nada preciso, pero la memoria se empeña en volver a esa vuelta.
Alguna vez mamá pidió un asiento, alguien se lo tenía que dar, alguien. Sintió vergüenza. Había que sentarse sola, no pedir el asiento porque las piernas eran cada vez más largas y quedaba desparramada de forma incómoda a upa de mamá. La vergüenza volvía pero estaban las dos sentadas y cómodas hasta Primera Junta.
Alguna vez tenía que viajar sola. Levantar la mano, subir, pedirle al colectivero el boleto según el destino (Porque si es otro ramal andá a saber a dónde te lleva y te vas a perder), bajar en la parada precisa. Caminar, llegar a destino y volver.
La ceremonia se fue repitiendo hasta volverse natural e imprescindible. Se viaja, en ese medio de transporte, no otro. No hay plata para taxi y todo queda lejos, así de simple.
Idas y venidas durante años le fueron imprimiendo al trayecto ciertas particularidades. La espalda reconocía las posturas más confortables para lograr el sueño. Se deslizaba todo el cuerpo hacia abajo mientras la cervical iba inclinándose en el respaldo. La cabeza podría inclinarse hacia la ventanilla pero el temblor propio de los baches provocaba golpes dolorosos. 
Con los ojos cerrados percibía aún el movimiento, los giros bruscos, el mantenimiento de una dirección fija. Las coordenadas precisas acompañadas por la variación auditiva indicaban cuándo había que despertar. Despertar y bajarse con todo el sueño adentro sublevado. Con las rodillas entumecidas. Con la espalda crujiente.
Nunca pensó en la variante de peligro. Su integridad física y psicológica estaba protegida por años de conocimientos, por kilómetros recorridos. Nada podría quebrantar ese pacto silencioso que había contraído con el medio de transporte.
Y fue un miércoles nocturno en el que un pasajero se le acercó. El pasajero no era en ese momento pasajero sino torso agarrado del asiento. Un pedazo de cuerpo inerte que configuraba parte del paisaje inanimado que tanto conocía. ¿Para qué mirar hacia arriba? No era para nada respetuoso y no había nada que mirar, cada uno en lo suyo, con su viaje. Y el pasajero, el torso, se convirtió en mano rápida que se llevó el celular. Después fue una espalda bajando rápidamente por las escaleras y escabulléndose en las entrañas de la oscura Liniers. El corazón se aceleró, miró hacia todos lados y se culpó por confiada, por tonta. Los pasajeros la miraban, le hablaban y ella permanecía en un estado de angustia que le seguía acelerando las pulsaciones. 
Entonces empezó a pensar en ese torso, esa mano, esa espalda que se escurriría por las vías del tren y que, con éxito, vendería el celular a unos pocos pesos. El mecanismo se reiteraría con cada ocasión de celular fácil de arrebatar.
Esa mano, ese torso, esa espalda siguieron persiguiéndola en cada nuevo viaje, impidiéndole conciliar el sueño. Treinta y pico de años de viaje que se extinguían. 

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